Nunca pensé que iba a querer volver a verla. Tampoco que la iba a extrañar, ni mucho menos que algún día iba a contemplar la idea de gastar mis ahorros en un pasaje solo para reencontrarnos. Nunca imaginé hacer una valija cargada de emociones que jamás supe cómo mostrarle, ni recordar anécdotas que nunca llegó a escuchar.
Jamás me exaltó pensar en ella. No creí que su aroma pudiera tener ese lugar tan nítido en mi memoria. Tampoco que su ausencia pudiera doler tanto. Ni siquiera contemplé la idea de una vida sin ella.
Pero un día volví a Buenos Aires, y todo eso me pasó.
Descolocada ante una oleada de emociones que creía haber dejado atrás —a los 26 una siente que ya superó la emocionalidad incontrolable —, solo podía preguntarme: ¿es posible extrañar algo profundamente, y aun así no elegirlo?
La contradicción de sentir dos cosas tan opuestas al mismo tiempo me dejó sin palabras. Así que, como siempre, me puse a buscar respuestas.
El viaje
Un viaje siempre trae algo: aire nuevo, cambio, sacudida. La palabra misma ya implica movimiento, sea de cuerpo o de mente. Puede ser una sesión de terapia que te sumerge hacia adentro, o una aventura en la Patagonia que te lanza hacia lo desconocido. Pero el efecto es el mismo: un antes y un después en la forma en que entendés la realidad.
Viajar es descubrir. Viajar es transformarse.
La previa se siente como una mezcla perfecta de ansiedad y organización. Todo gira en torno a lo que viene, lo que no conocés, lo que puede sorprenderte. Salís de la rutina, y de golpe todo se vuelve más brillante. Hay algo profundamente humano en emocionarse por lo nuevo, en imaginarse habitando escenarios distintos a los de siempre.
Con los años, esa emoción se modula. La vida ya te enseñó que no todo sale como planeás, y aprendés a bajar la expectativa, a ir más liviana.
Pero hay emociones que no entienden de edad ni de experiencia. Y este marzo, volver a casa me llenó de exitación.
Lo curioso fue que esta vez no se trataba de lo nuevo, sino de lo conocido. De lo cotidiano, lo habitual, lo que alguna vez llamé “mío”. Pude manejar mis emociones al mudarme al otro lado del mundo, pero nadie me enseñó cómo hacer con las que aparecen cuando volvés. Cuando volvés a casa. A Buenos Aires.
Y frente a lo familiar, lo que surgió no fue calma. Fue pánico.
Me olvidé de mi siembra
Hacer las valijas e irte de tu casa puede tener mil motivos. En mi caso, fue un recreo, una pausa de Buenos Aires. Un paréntesis que, sin querer, se volvió punto final.
Mudarte lejos es quedarte sin referencias, sin recuerdos. Nadie te conoce, ninguna esquina te melancoliza. Tus prioridades dejan de tener peso, tus chistes en inglés no causan tanta gracia, y tus vecinos te saludan en otro idioma—si es que te saludan.
Te enfrentás a una página en blanco.
Con tanto espacio disponible, descubrí que soy profundamente influenciada por el contexto. Me estimulo fácil. Así que, si el terreno era fértil, no iba a quedarme quieta: agarré la pala y empecé a cavar.
La supervivencia tiene ese efecto. Te empuja a explorar rincones internos que ni sabías que estaban ahí. Nuevos territorios emocionales, ideas que antes parecían imposibles. Cada paso fue una apuesta. No cavar era rendirse, y eso, para mí, nunca fue una opción.
De julio a marzo, me dediqué a construir algo que hablara de mí. Que se sintiera propio. Trabajé mucho, me expuse aún más, y encontré refugio en personas que empezaron a entender mi humor y cafés que aprendieron cómo me gustaba el capuccino. Estaba sólida.
Pero también estaba en tránsito. Mis certezas eran frágiles, mis decisiones variables, mis respuestas teñidas de grises. No era la misma. Y como no tenía cerca a nadie que pudiera recordarme quién había sido, empecé a dudar.
Hay algo muy profundo en la validación de tus decisiones alrededor de las personas que te conocen, ellos saben lo que es propio de tu personalidad, e inconscientemente, validarán o no lo que hagas.
Yo había sembrado, pero abandonando una cosecha sin despedida.
Ordenar los chanchullos
Armar una vida nueva tiene algo de experimento, algo de valentía y mucho de caos. Es fascinante, sí. La posibilidad de empezar desde cero, con más conciencia de quién sos o de quién querés ser, es un regalo que no siempre se valora en el momento. Yo lo tomé en serio.
Con la ambición como motor, me propuse construir algo grande. Algo que no solo se viera bien, sino que fuera honesto, sólido, más alineado a lo que hoy entiendo como vivir bien. Reparé errores, redefiní prioridades, tomé decisiones que antes evitaba. Pero si la base está floja, por más linda que sea la torre, todo tiembla.
Volver a Buenos Aires, o a tu país natal, es una sacudida. Te enfrenta con tu origen, pero desde otro lugar. Ya no tenés cuarto propio, tus pertenencias se mudaron con vos, y en esa ciudad que jugabas de local ahora sos visitante. El primer regreso es una prueba silenciosa: ¿sigue firme lo que armaste? ¿O se tambalea al primer reencuentro?
Y entonces llegan las preguntas. Muchas. Directas, invasivas, llenas de amor pero también de duda:
Pero cómo vas a seguir ahora? Y hablás todo el día otro idioma? Para qué te fuiste si acá lo tenías todo? O, cuanto tiempo te pensás quedar?
No tengo respuestas. No todas, no todavía.
Si lo que armaste es frágil, el viaje te desarma. Pero si está bien plantado, el volver lo refuerza. Y eso fui a hacer: a desarmar para entender. A vaciar roperos, ordenar chanchullos, y cerrar capítulos con la misma entrega con la que una vez me fui.
La inconsistencia en mis respuestas no era debilidad ni indecisión. Era el eco de haber dejado del otro lado del mundo una parte mía. La parte que nació entre el ruido, el caos y la belleza cruda de esta ciudad que me hizo quien soy. Cuando una puerta queda abierta, inevitablemente, algo de vos sigue escapándose por ahí.
Buenos Aires, mágica
Buenos Aires tiene esa manera mágica de hacerse sentir como un abrazo. Es caótica, intensa, exagerada, pero también tan viva que te atraviesa. Buenos Aires me enseño a mirar el mundo con ojos curiosos, a contar historias con palabras y gestos (muchos), a entender que todo lo que soy hoy se fue cocinando entre colectivos repletos, baldosas rotas y cafés donde la charla no tiene fin. Volver es un torbellino de emociones que te reacomoda las piezas, porque aunque uno intente reinventarse en otras ciudades, hay algo de Buenos Aires que siempre nos tira de vuelta: su ritmo, su gente, su verdad sin filtro.
Es mágica porque te conoce como nadie. Volver a ella no es solo caminar calles conocidas, es reencontrarte con la versión tuya que dejaste en pausa. Te enfrenta con tus decisiones, te hace preguntas difíciles, pero también te da señales, certezas, y una dosis de nostalgia que abriga. Aunque te desafíe, aunque ya no sea hogar en el sentido tradicional, tiene el poder de hacerte sentir que pertenecés, incluso cuando vos misma dudás de dónde es ese lugar ahora.
Sin embargo, nostalgia no es destino, y hoy no es hora de volver.
Elegir Buenos Aires sería quedarme en una versión de mi que abrazo con mucha fuerza pero ya no existe. Hay etapas que se honran mejor desde la distancia. Y a veces, lo más honesto es aceptar que algo nos dio todo lo que tenía para darnos.
Buenos Aires es parte de mí, pero hoy tengo otras preguntas, otros paisajes, y el coraje de ver hacia dónde me lleva lo desconocido.
para todos los que están lejos de casa ❤️